A medida que el coronavirus (COVID-19) continúa propagándose, infectando y matando a miles de personas en todo el mundo, muchos se han dedicado a la tarea de confortarse a sí mismos y unos a otros, diciendo cosas como “Todo estará bien” o “OK”, y “Vamos a superar esto”.

Pero con los miles y tal vez cientos de miles, que se espera que mueran antes de que la civilización salga, metafóricamente, de este bache, en la lucha contra esta plaga, ¿qué es lo que verdaderamente significa “Estar OK”? ¿Es acaso algo que los seres humanos nos decimos, ciegamente, para evitar caer en la desesperación? ¿O realmente creemos que, sea cual sea la cantidad de muertes físicas, especialmente las que implican la pérdida de nuestros seres queridos, eso no interfiere en que las cosas algún día lleguen a estar OK?

Para un cristiano con fe, el resultado final está asegurado. Y será mucho mejor que estar OK. Tenemos la certeza de la resurrección, de la victoria de Cristo sobre la muerte, de la promesa de llegar a la vida eterna en el cielo, con Dios mismo.

Estas cosas han estado presentes en mi mente durante las últimas semanas, desde que vi la imagen de un letrero colocado afuera de una casa, en la Italia devastada por la pandemia, que decía: “Andrà tutto bene”, que se traduce aproximadamente como “Todo va a estar OK”.

Como editor en jefe de Angelus, lo último que hubiera planeado para la edición de Pascua sería un ensayo, en primera persona, con detalles de mi vida personal. Pero la planeación es, al parecer, una determinación bastante inútil en 2020.

Conforme cada día que pasa va trayendo más historias de tragedias, de inimaginables sufrimientos y de oraciones que parecen no tener respuesta, puedo decir que mi propia experiencia ha sido de esperanza, a pesar de que he experimentado mi propia ración de tragedia y pérdida.

Para mí, este año difícil empezó antes de la llegada del coronavirus.

El día anterior a la víspera de Año Nuevo, mi hermana dio a luz a su segundo hijo, una hermosa niña llamada María de los Ángeles, que nació muerta, a las 38 semanas. Fue un shock para todos. No se le habían detectado problemas de salud durante el embarazo y hasta la fecha y después de una batería de pruebas, no sabemos por qué el corazón de María dejó de latir en el útero de su madre, dos días antes, el 28 de diciembre, el día en que la Iglesia Católica celebra la fiesta de los Santos Inocentes.

Tuve la bendición de poder tener en mis brazos a la pequeña María durante las pocas horas que pasamos con ella esa noche en el hospital, de besarla, de reír y llorar con sus padres y abuelos. Proclamamos las Escrituras y rezamos las oraciones que la Iglesia ofrece para los casos en que los niños no viven fuera del seno materno y que, por lo tanto, no pueden ser bautizados.

Varios días después, celebramos una misa fúnebre por María en el cementerio de Holy Cross, en Culver City, no tanto para orar por su alma, que estamos seguros que está en el cielo, sino para pedir la fortaleza de ofrecerla de verdad a Dios, de agradecerle a él por haberla enviado y para aceptar la dolorosamente corta duración de la misión terrenal que Dios le confió. Los invitados nos comentaron después lo emocionados que se sintieron al ver la capilla llena de familias, jóvenes y mayores, cantando y celebrando el don de la breve vida de la pequeña María.

Mi jefe, el arzobispo José H. Gómez, justo estaba celebrando el funeral de un sacerdote en la misma capilla mortuoria, inmediatamente antes de nuestra ceremonia por María. Él saludó a nuestra familia, nos animó y nos dio una bendición. “¡Ella es un ángel!”, nos recordó.

El arzobispo, José H. Gómez, saluda a la familia del editor-en-jefe, Pablo Kay, antes de la misa fúnebre por su sobrina, María de los Ángeles, en el cementerio de Holy Cross, en enero.

Para mi familia, la muerte de María fue el primer llamado a “despertar”, para hacer referencia a la imagen que el Papa Francisco utilizó en su reflexión “urbi et orbi” del 27 de marzo, al orar por el fin de esta pandemia.

Al reflexionar sobre el pasaje del Evangelio de Marcos en el que los discípulos entran en pánico en la barca, al ver que Jesús dormía durante una tormenta peligrosa, el Santo Padre dijo: “Así como los discípulos, nosotros experimentaremos que, con él a bordo, no habrá naufragio. Porque ésta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae  serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere”.

Después de todas las lágrimas y de todos los “qué hubiera pasado si…”, especialmente por lo que respecta a mi hermana y a mi cuñado, cuya anticipación emocionada por recibir a un nuevo bebé se ha desvanecido ante la realidad de extrañar a su hija todos los días, las palabras del Santo Padre resonaron como verdaderas para mí.

Cuando veía la ceremonia de oración en Roma desde mi sofá en Los Ángeles, pensé: esto es la fe. No significa conocer cada detalle de la doctrina, o seguir una larga lista de reglas, o decir las oraciones correctas.

Más bien, es la certeza de que, con Dios, la vida realmente nunca muere, que él quiere tomar las tragedias humanas como la muerte de María y como todo lo que sucede en nuestras vidas, y utilizarlas para nuestro bien y para el bien de los demás, incluso si tenemos que esperar años para entender el “por qué” de esto. Es darle el visto bueno a Dios en todo momento, incluso cuando viene la cruz.

Lo que no nos imaginábamos es que el Señor estaba preparando otra cruz para mi familia.

A principios de marzo, cuando los casos de coronavirus empezaron a extenderse por Europa, nos enteramos de que el virus había entrado en la casa de mis tíos, en Madrid, donde también vivían sus cinco hijas y mi abuela. Toda la familia experimentó los síntomas asociados con el virus, pero mi abuela Amparo y mi tío Pedro fueron los más afectados. Cada uno fue llevado a un hospital diferente, ambos con problemas respiratorios.

El estar esperando aquí en Los Ángeles, el siguiente mensaje de Whatsapp, la siguiente llamada telefónica, fue una verdadera agonía. Y no quiero pensar cuánto más difícil habrá sido esto para mi tía y mis primos, que estaban en cuarentena en su casa, en España. Según las reglas del hospital, mi abuela y mi tío no podían recibir visitas, bajo ninguna circunstancia. Las noticias sobre sus respectivas condiciones eran comunicadas, una vez al día, por medio de una llamada telefónica realizada por el personal del hospital. Dependiendo del día, recibíamos mensajes que nos daban esperanza, o indicadores de gran preocupación y también peticiones de oraciones más urgentes. La falta de contacto personal, los largos retrasos entre actualizaciones, hacían imposible el saber cómo estaba cada uno realmente.

En lo que sólo puede ser descrito como un milagro, mi tía pudo ver dos veces a mi abuela en el hospital. En la primera visita, pudo pasarle un rosario y hablarle durante cinco minutos. En la segunda, pudo despedirse, cuando mi abuela, sedada en la cama de hospital, pasaba por la última agonía.

El 20 de marzo, la madre de mi madre, que tuvo siete hijos y fue abuela de 53 nietos, y bisabuela de 16 bisnietos, murió a los 91 años.

Pablo Kay con su abuela Amparo durante una visita a la Basílica de la Sagrada Familia en Barcelona, España, en agosto de 2019.

Estando de luto por su fallecimiento, pasamos ese fin de semana orando más intensamente por mi tío Pedro de 61 años, un oficial militar retirado, padre de seis hijos, y con su primer nieto en camino; un hombre con una fe aún más fuerte que su personalidad seria y sensata.

Nos consoló saber que se le había permitido a un sacerdote el visitar a Pedro en el hospital y darle la unción de los enfermos. Pero también sabíamos que eso no era un buen augurio en cuanto a sus posibilidades de supervivencia. En la mañana del 23 de marzo, cuando mi tía y sus hijos regresaban de enterrar a mi abuela —fue enterrada con mi abuelo, que murió hace 20 años— recibieron la llamada para avisarles de que Pedro había muerto.

Los días que siguieron trajeron muchas lágrimas. Dos personas que nos habían enseñado lo que son el verdadero amor y la verdadera fe, se habían ido repentinamente. Y ahora, aquí estábamos, atrapados en nuestros hogares en diferentes partes del mundo. Nunca tuvimos la oportunidad de despedirnos y ahora ni siquiera podíamos consolarnos unos a otros en persona.

Estos días también trajeron risas, recuerdos que compartimos con ellos, cosas divertidas que ellos solían decir y muchas largas conversaciones, las mejores de las cuales siempre duraron hasta altas horas de la noche (a la verdadera usanza española). Pero había una cosa que yo no me esperaba en los días posteriores a la muerte de ellos: una abrumadora sensación de paz.

¿De dónde venía esa inmensa sensación de consuelo y de serenidad, no sólo para mí mismo sino para toda mi familia? Ciertamente, fuimos ayudados por una avalancha de oraciones de mucha gente, incluso de personas a las que nunca habíamos conocido, inclusive de conventos enteros de religiosas de clausura en España, que se habían beneficiado por la callada generosidad de mi tío. Recibimos cartas, mensajes y llamadas telefónicas de amigos que se habían enterado de las noticias. Hubo Misas ofrecidas por mi tío y por mi abuela, celebradas por sacerdotes, obispos y cardenales que mis familiares han llegado a conocer a través de su trabajo misionero en varias partes del mundo. Incluso los Broncos, de Denver —mi tío y su único hijo eran grandes entusiastas de ellos— enviaron sus condolencias.

Escribo esto para darle gracias a Dios por su fidelidad hacia mi familia, a pesar de mis pecados y todas las imperfecciones de ella. También escribo porque sé que tragedias como las que sufrimos pueden llegar a afectar a algunos de nuestros lectores y a sus familias durante las próximas semanas y meses, en tanto que el coronavirus continúe asolando al mundo.

Mirando hacia atrás, a nuestra experiencia de este difícil año, todas las oraciones y palabras alentadoras seguramente nos ayudaron. Pero toda esta esperanza tiene una fuente: un acontecimiento que ha cambiado la historia humana y que cada año viene con su fuerza para cambiar nuestras vidas individuales: la Pascua.

Pablo Kay con su tío Pedro y su tía (también llamada Amparo) en 2017, en San Francisco.

El día de la muerte de Pedro, el párroco de mi tío comentó en su homilía que la fe que Pedro tenía —la fe de la Iglesia— no era una especie de “consuelo de que esto es lo único que nos queda después de su partida”.

“Es”, dijo, “la profunda certeza que ilumina todas las situaciones de nuestras vidas, especialmente el oscuro túnel de la muerte”.

La noche de Pascua, la tan esperada cuarta noche de la fe, de la antigua tradición judía, no señala meramente algún tipo de memorial. Da testimonio, más bien, de que hay Alguien que ha entrado en la muerte por nosotros y que ha salido victorioso de ella. Y su victoria nos revela que nuestras vidas con nuestros planes, ideas y sueños fugaces, son mucho más que ese espectro plano y terrestre que hacemos de ellas. La resurrección nos dice que no hemos de ser esclavos del pecado, que hay Alguien que pasa esta noche, con el poder de ofrecernos una nueva vida con él, no sólo después de nuestro paso por este mundo, sino también antes de eso, por medio de la ayuda que nos dan los sacramentos y su palabra.

Sin las experiencias de estos últimos tres meses, esto me parecería más bien un balbuceo muy piadoso, como puede llegar a parecérselo a ustedes. Estas muertes llegaron a mi vida como “mini-cruces” que sabía que era libre de cargar o de rechazar. ¿Y qué es lo que ellas me dicen? Que la vida no termina en la cruz. Como el Papa Francisco lo dijo, si tenemos a Jesús a bordo de la barca de nuestra vida, sabemos que “no habrá naufragio”, que lo “malo” puede volverse “bueno”, y que, si permanecemos cerca de él en su Iglesia que es su cuerpo vivo y su familia, las cosas siempre estarán mucho más que solamente “OK”.