La tumba de nuestro Señor en Jerusalén está sellada. Por primera vez desde la peste negra del siglo XIV, la Iglesia del Santo Sepulcro, edificada sobre la tumba de Jesús, está cerrada. Esta vez debido a la pandemia de coronavirus (COVID-19).

Pensé en eso el Domingo de Ramos, cuando el Evangelio recuerda cómo Pilato les ordenó a los soldados sellar la tumba de Él con la roca y montar guardia ahí.

La tumba sellada no pudo retener a Jesús: sus discípulos encontraron la piedra apartada en la mañana de Pascua. Y puesto que Jesús murió y resucitó, ninguna tumba podrá jamás retener nuestros cuerpos.

Esta es la gloriosa promesa de la Resurrección. Y Dios no retira su promesa, incluso cuando la sombra de la muerte parece cernirse sobre el mundo, incluso cuando la Pascua viene durante una epidemia.

Es emocionante leer los escritos de los primeros discípulos sobre la resurrección de los muertos.

San Pablo dijo que la trompeta del ángel resonará, que los muertos en Cristo resucitarán primero y que luego, los que aún estén con vida serán arrebatados junto con ellos por los aires. “De ese modo, permaneceremos con el Señor”, escribió él. “Por tanto, consuélense unos a otros con estas palabras”.

El coronavirus nos ha obligado a todos a enfrentar la realidad de que la vida humana es frágil, precaria y preciosa.

Por supuesto, es cierto que muchas personas mueren todos los días por diferentes causas. Pero este virus hace que la muerte se vuelva personal. Nos recuerda que la enfermedad y la muerte pueden llegar, para cualquiera de nosotros, en cualquier momento. Esto nos obliga a pensar acerca de lo que realmente importa, de lo que hace que la vida realmente valga la pena ser vivida.

La Pascua testifica que el amor de Dios es más fuerte que la muerte.

La muerte ha sido vencida. En cierto modo, después de eso no debería haber nada más que decir.

Por la vida, muerte y resurrección de Cristo, nuestros pecados son perdonados, somos devueltos a la unión con nuestro Padre celestial y el Espíritu Santo llena nuestros corazones con la certeza de que somos hijos de Dios. Y el destino de nuestra vida terrenal es ahora la vida eterna en el cielo.

Pero en este tiempo del coronavirus, nuestro Señor nos está permitiendo despojarnos de todas las cosas en las que confiamos: de todas nuestras seguridades, de nuestras rutinas, de la manera acostumbrada de hacer las cosas y de nuestras prioridades. En algunos casos, Él está despojándonos de nuestras escuelas, de nuestros trabajos, de nuestros medios de vida, incluso de nuestra conexión física con nuestros seres queridos.

Estas son las cruces que nos está llamando a cargar, así como él llevó su cruz por nosotros. Todos estamos sufriendo, todos estamos de luto. Entonces, necesitamos llevar nuestras cruces juntos con Jesús. Él nos despoja de aquello en lo que confiamos, para que nos apoyemos solo en Él.

Durante esta larga Cuaresma, he experimentado cómo las palabras de los salmos me impactan con más intensidad: “No temerás el terror de la noche ... ni la peste que ronda en la oscuridad... Mil pueden caer a tu lado... pero a ti nunca se acercará”.

Dios es nuestra fortaleza y nuestro refugio. Pero Él actúa a través de nosotros. Ahora nos está llamando a amar y a servir a nuestros prójimos que están pasando por esta plaga.

Por medio de esta pandemia, debemos recuperar y profundizar nuestra creencia en la Providencia de Dios y en los misterios de la comunión de los santos y del Cuerpo Místico de Cristo. En la Eucaristía, estamos unidos con los ángeles y los santos, pero también estamos unidos en una profunda solidaridad espiritual con nuestros hermanos y hermanas.

Eso significa que cuando uno de nosotros sufre, todos sufrimos. Eso significa que tenemos que unir nuestros sacrificios a los de Él, que debemos ofrecer nuestros sufrimientos y dolores, unos por otros, así como Él ofreció su vida por nosotros en la cruz.

Nunca estamos solos. Nos tenemos unos a otros, en espíritu si no en el cuerpo. Y nuestro Señor nunca está lejos de nosotros. Él nunca nos dejará. Incluso en nuestra soledad, Él va delante de nosotros, cargando su cruz.

Y Dios está a cargo, incluso en tiempos como éste, en el que vemos problemas en el mundo y tenemos miedo del futuro. Dios todavía está llevando a cabo su plan en la historia y en la creación. Y el suyo es un plan de amor.

¡Nosotros adoramos al Dios que resucitó a Jesucristo de entre los muertos en la mañana de Pascua! Por lo tanto, sabemos que las penas de este momento presente pasarán. Él sacará bienes de estos males y vida de esta muerte.

Como nos enseñan los santos, nada puede separarnos del amor de Dios, ni la persecución, ni el hambre, ni la peste o plaga. Y tampoco esta pandemia.

Oren por mí y yo oraré por ustedes.

Y ahora que esta prolongada Cuaresma va desembocando en la Pascua, permanezcamos cerca de nuestra Santísima Madre María. Que ella nos ayude a llevar nuestras cruces con Jesús, para que podamos compartir su resurrección.