Continuamos viviendo esta extraordinaria temporada de Pascua y conforme este tiempo de cuarentena y las órdenes de quedarse en casa se van prolongando, la situación se va volviendo frustrante para todos nosotros.
Queremos que nuestras vidas regresen a la normalidad. Y especialmente queremos volver a la iglesia y a los sacramentos. Sé que hablo en nombre de todo sacerdote al decirles que los extrañamos. Estamos unidos en la oración, pero anhelamos el gusto de poder estar juntos en la misma iglesia, orando y compartiendo nuestra fe.
Me siento agradecido por la oportunidad de estar conectado con ustedes a través de internet para orar con ustedes y ofrecer la Misa. Cada Misa une el cielo y la tierra, y cada celebración de la Eucaristía hace presente el don que Jesús hizo de su vida por cada uno de nosotros y por la vida del mundo.
Pero una “Misa virtual” sigue siendo virtual. Puede ser una hermosa manera de estar conectados cuando no podemos hacer otra cosa. Pero no es lo mismo que vernos cara a cara, congregados en la unión en Cristo.
Obviamente, las preguntas más profundas que ha suscitado esta pandemia son acerca de Dios y de sus designios. ¿Dónde está Él y qué nos está diciendo en este momento? ¿Qué le está diciendo a su Iglesia, a las naciones del mundo, a cada uno de nosotros en nuestras propias circunstancias personales?
En mis propias reflexiones yo veo a Dios llamándonos, de la manera más dramática, para que nos demos cuenta de cuánto lo necesitamos, de cómo no podemos vivir sin Él. Pero también veo que Dios nos está llamando a desarrollar un sentido más profundo de la solidaridad, para darnos cuenta de que somos responsables los unos de los otros, de que dependemos unos de otros y de que tenemos que cuidar los unos de los otros.
En el primer siglo del cristianismo —de hecho esto ocurrió durante una de las plagas que hubo en el Imperio Romano— los no creyentes se maravillaron de la caridad y la compasión de los cristianos. “Miren cómo se aman”, decían.
Y ha sido algo hermoso para mí el poder ser testigo de la manera en que muchos de ustedes están demostrando su amor a Dios al servir a su prójimo en este tiempo de crisis.
Aunque los edificios de nuestras escuelas católicas están cerrados, todavía estamos educando a decenas de miles de jóvenes todos los días a través de la enseñanza a distancia. Y estamos alimentando a miles de niños pobres todos los días, ofreciendo en nuestras escuelas comidas para llevar. Tan solo en el último mes, entregamos más de 300,000 comidas.
Y aunque los edificios de nuestra iglesia están cerrados, nuestras parroquias permanecen “abiertas”. Estamos ayudando a la gente mediante nuestras despensas de alimentos y brindando asistencia financiera a nuestros vecinos que requieren de alimentos, vestido y alojamiento.
La línea directa Hearts to Serve está ayudando a cientos de personas que buscan de todo, desde ayuda para pagar sus facturas hasta recursos de salud mental.
Estamos apreciando la hermosa red de compasión que tenemos en la Iglesia, en organizaciones como los Caballeros de Colón, la Sociedad de San Vicente de Paúl, las Caridades Católicas y nuestro programa Arquidiocesano de Colaboración a la Comunicación Católica (C3), que se han unido todas para servir.
Estamos ayudando a los ancianos y a los enfermos. Estamos ofreciendo apoyo financiero a grupos comunitarios como Hábitat para la Humanidad que proporcionan vivienda y atención médica a las personas sin hogar.
Aquellos de nosotros que no podemos servir con nuestras manos estamos sirviendo con nuestros corazones, orando y ofreciendo nuestros sacrificios y sufrimientos por los demás.
Es algo alentador y hermoso. A través del testimonio del amor de ustedes, nuestro prójimo puede ver la presencia del Señor resucitado, incluso en estos tiempos de aflicción y adversidad.
Es difícil, pero en estos tiempos, creo que Dios nos está pidiendo que compartamos las inseguridades y privaciones que definen la vida ordinaria de millones de personas en naciones de todo el mundo. Nos estamos viendo obligados a prescindir de lo que la mayoría de nuestros hermanos y hermanas nunca tuvieron desde un principio. Eso es algo sobre lo que deberíamos orar y reflexionar.
Todos estamos padeciendo actualmente, debido a que no podemos tener acceso a la Misa pública ni a los sacramentos. Esto es una cruz difícil de sobrellevar. Pero tal vez Dios nos esté pidiendo que compartamos los sufrimientos de los millones de católicos que viven bajo regímenes que reprimen o persiguen la fe. Estos hermanos y hermanas nuestros tienen hambre y sed de los sacramentos y no pueden recibirlos. Esta es su realidad diaria. Y su dolor no terminará cuando pase esta pandemia.
Intensifiquemos, pues, nuestras oraciones y sacrificios por ellos y sigamos amándonos los unos a los otros en este tiempo en el que la fe está poniéndose a prueba. Unamos nuestros sufrimientos a la pasión de Nuestro Señor en su Cuerpo vivo, que es su Iglesia. Ofrezcamos nuestros sufrimientos por toda persona que está llevando cargas más pesadas que las nuestras.
Oren por mí y yo oraré por ustedes.
Y que nuestra Santísima Madre María continúe intercediendo por nosotros y nos ayude a amar y servir; a llevar la misericordia y la paz de su Hijo a nuestro prójimo.