Cuando me reuní con el Papa Francisco recientemente, le compartí que la evangelización es la máxima prioridad de nuestra Iglesia estadounidense. Le expresé también que nosotros compartimos su perspectiva de hacer que todas nuestras parroquias e instituciones estén “completamente orientadas a la misión”, como él lo expresó en Evangelii Gaudium (“La alegría del Evangelio”).
Como lo he estado diciendo a lo largo de los años, es esencial que todos nosotros redescubramos nuestra identidad más profunda como católicos, como seguidores de Jesús en la misión de la evangelización. En mi primera carta pastoral, establecí toda la misión de la Iglesia de este lugar y todas nuestras prioridades pastorales en el contexto de la nueva evangelización.
Escribí lo siguiente: “Debemos preguntarnos: ¿Está nuestro trabajo conduciendo a los hombres y mujeres hacia Jesucristo y a su Iglesia? ¿Están nuestros programas y ministerios propiciando que el conocimiento de la fe cristiana se extienda y se haga más profundo? ¡Todo lo que hacemos debe medirse en función de la medida en que contribuya a proclamar a Jesucristo a los hombres y mujeres de nuestros días!”.
Estas son preguntas importantes que debemos plantearnos.
Jesús llama a su Iglesia a salir y a hacer discípulos en todas las naciones. Ninguno de quienes pertenecemos a la Iglesia puede eludir esta responsabilidad. Todos somos hijos de Dios y todos estamos llamados a ser discípulos y a hacer discípulos.
Ser discípulo es seguir a Jesús como nuestro Maestro, tomarlo como nuestro modelo de vida y como el estándar de nuestros valores. Más aún, ser su discípulo es servirlo, hacer que toda nuestra vida esté disponible para ser utilizada por Él para sus propósitos, para su plan de amor.
Esto es lo que el Papa Francisco quiere decir cuando habla de ser “discípulos misioneros”. Ser discípulo significa que compartimos la misión de Aquel a quien seguimos, la misión de llevar a todos los hombres y mujeres a este hermoso encuentro con el amor de Dios.
Hacemos discípulos, no tanto tratando de persuadir a las personas con nuestras palabras, sino más bien dando testimonio con nuestra vida sobre la manera en la que amamos a Jesús y en la que Él nos ama.
Los santos nos dicen que el amor de Dios no es algo que se pueda enseñar. De igual manera, creo que es difícil que nosotros “aprendamos” a evangelizar. Pienso que esto fluye de nuestro seguimiento personal a Jesús, tanto a través de nuestra vida diaria como a través de nuestra fe.
Todos pueden evangelizar; podemos hacerlo en nuestros hogares, en nuestros vecindarios, en nuestro trabajo. Con cada persona con quien nos encontremos en el transcurso del día tenemos la oportunidad de compartir a Jesús y de compartir la diferencia que su amor hace en nuestras vidas.
Cada uno de nosotros puede, a su manera, hablarle a la gente acerca de Jesús: de quién es Él, de qué hizo por nosotros al morir y resucitar de entre los muertos y de qué es lo que nos ha prometido si creemos en Él y seguimos el camino que ha establecido para nuestra vida. Y, una vez más, hacemos esto más por medio de nuestro testimonio, que por medio de nuestras palabras.
No podemos excusarnos de esta responsabilidad diciendo que no somos lo suficientemente santos, o que no conocemos nuestra fe lo suficientemente bien, o que no estamos tan adelantados en nuestro recorrido con Jesús. Todos nosotros estamos siguiendo a Jesús, cada quien siguiéndolo con sus diferentes dones y limitaciones. Lo que Él pide es que compartamos lo que sabemos de su amor, que ayudemos a quienes nos rodean a encontrarlo.
Esta misión que Jesús nos da no debería ser nunca algo que veamos como una tarea o una carga; debería ser una alegría y podremos darnos cuenta de que nuestra fe crece a medida que la compartimos. Cuanto más amemos a Jesús, más profundamente identificaremos nuestra vida con la suya y más fructífera será nuestra vida y nuestros ministerios.
Hoy en día, vemos cómo ha surgido una creciente conciencia “ecológica”, un creciente sentido de nuestras responsabilidades de unos con otros y también con el mundo creado. Esta es una hermosa evolución que nos permite darnos cada vez más cuenta de que nuestras acciones y decisiones tienen consecuencias para la vida de los demás, para la tierra y para nuestro medio ambiente natural.
Me encantaría presenciar el crecimiento de una nueva conciencia “evangélica”, de una nueva apreciación de nuestras obligaciones hacia las almas de nuestros hermanos y hermanas y un nuevo compromiso por difundir el espíritu de Dios en nuestro mundo.
La verdad es que Dios aún está actuando en su creación, aún sigue trayendo su reino. Lo emocionante es que nos esté pidiendo que compartamos con Él esta labor de hablarle al mundo de la buena nueva sobre Él.
Oren por mí esta semana y yo oraré por ustedes.
Y pidámosle a nuestra Santísima Madre María que nos siga guiando para que amemos a Jesús y para que compartamos con los demás nuestra fe en Él.