En lo que escribo esta columna, los incendios forestales están devastando las regiones montañosas y las faldas de las colinas de las afueras de Los Ángeles, al mismo tiempo que otros incendios están también ardiendo en otras partes de California y en otros estados del oeste.
He estado orando por las familias que han sido desplazadas, por aquellos que han perdido la vida, por los que han quedado heridos y por aquellos que han perdido sus hogares y sus medios de vida, al igual que por los trabajadores de emergencia y por todos los que corren peligro.
Además, estoy orando por los dos ayudantes del alguacil que el sábado por la noche fueron víctimas de un tiroteo cruel y sin sentido, en Compton. Ese ataque es un trágico recordatorio de la violencia y de la inestabilidad social que se ha apoderado de nuestras ciudades este verano y de la necesidad que tenemos de unirnos como sociedad para abordar los problemas de la injusticia racial en nuestras comunidades.
Y todavía estamos lidiando con las consecuencias del coronavirus. En algunas partes del mundo, estamos viendo aparecer los primeros signos de la hambruna. Aquí en nuestra patria estamos enfrentando los efectos del bloqueo económico y social que ha mantenido cerradas las empresas, las escuelas y las iglesias durante seis meses ya.
Este ha sido un año inquietante, para todos nosotros, con tantas personas sufriendo por la pandemia, por los incendios, por la incertidumbre de nuestra economía y de la vida pública.
Nuestra fe está siendo probada. Y nos preguntamos entonces: ¿En dónde podemos depositar nuestra confianza? ¿Qué es lo que valoramos, qué es lo importante en nuestra vida?
Más allá de la enfermedad y de la muerte y de todas las alteraciones que ha causado en nuestra forma de vida, el coronavirus ha introducido una ansiedad y una “enfermedad” (una “incomodidad”) generalizada, toda la inseguridad y ansiedad que sentimos al desconocer cuándo o cómo terminará esta pandemia, ni cómo serán nuestra vida y nuestro mundo cuando finalmente termine.
Pero hay una cosa de la que siempre podremos estar seguros y es del amor que Jesucristo nos tiene en la cruz, lo cual es el significado de la fiesta que celebramos esta semana, la Exaltación de la Cruz.
La cruz nos muestra que somos amados hasta lo indecible y que nunca seremos abandonados, nunca seremos desamparados.
Por amor, Cristo fue enviado como un siervo a este mundo y lo entregó todo para que el mundo tuviera vida. Él sufrió en su cuerpo todos los males e injusticias que nos podamos imaginar. Él hizo esto para que el sufrimiento y la muerte no vuelvan a tener jamás la última palabra en nuestra existencia terrena.
Si Dios ha permitido estos largos meses de prueba, tal vez sea para renovar nuestra fe en su Providencia y nuestra determinación de depender totalmente de su amor.
Como bien sabemos, Dios tiene un plan para la creación, aunque a veces nos resulte difícil percibirlo o comprender su significado. Es especialmente cierto que tenemos que confiar en el plan de Dios en tiempos de sufrimiento o de enfermedad.
Pero tenemos que confiar en que Él está a cargo de la historia y de nuestra propia vida. Y, también, tenemos que llevar a cabo el plan de Dios y tratar de moldearnos de acuerdo a la voluntad que Dios tiene para nuestra vida.
La cruz nos muestra que nunca cargamos nuestras propias cruces nosotros solos, sino que caminamos con Jesús. Llevamos nuestra cruz con Él. Y todos vamos siguiendo a Jesús, juntos, caminando unos con otros en la Iglesia, en compañía de nuestros hermanos y nuestras hermanas.
Ninguno de nosotros puede lograr hacer este viaje de la vida él solo. Si algo hemos aprendido en estos tiempos de pandemia es que necesitamos confiar en Dios y seguir acercándonos a las personas que forman parte de nuestra vida, para fortalecer nuestros mutuos lazos de amistad y de amor.
Eso significa que debemos de cuidar unos de otros, que debemos prestar atención a las necesidades de la gente que nos rodea, y no solamente a sus necesidades materiales, sino también a sus necesidades espirituales.
Debemos salir de esta pandemia con una renovada confianza en Dios y también con una nueva conciencia de la responsabilidad que tenemos de servir a nuestros hermanos y hermanas, en su debilidad y pobreza, en sus luchas contra toda injusticia y ofensa a la dignidad humana.
Oren por mí esta semana y yo oraré por ustedes. Y en este momento en el que hay tanta confusión y dolor en nuestro mundo y en nuestra sociedad, tratemos de penetrar más profundamente en el misterio del amor que Nuestro Señor nos tiene y que podemos ver en su sacrificio en la cruz.
En su cruz encontramos la paz y la confianza en Dios, así como también la respuesta a los problemas del sufrimiento de nuestro mundo y de nuestra propia vida.
Y como esta semana también celebramos la memoria de Nuestra Señora de los Dolores, pidámosle a ella que interceda por todos los que están sufriendo y que ponga fin a esta pandemia.