(El 8 de agosto, el Arzobispo Gomez ordenó 8 nuevos sacerdotes en la primera ordenación al aire libre de la Arquidiócesis de Los Ángeles, que se hizo necesaria a causa de las restricciones en el ritual tradicional de la Iglesia Católica debido a la pandemia de coronavirus. Casi 70,000 personas participaron a través de los canales de redes sociales de la arquidiócesis. Para ver más fotos de la ceremonia, haga clic aquí. Lo que sigue es una adaptación de la homilía del Arzobispo.)
Éste es un día muy hermoso en la vida de la familia de Dios aquí, en la Arquidiócesis de Los Ángeles.
El sacerdocio es muy importante, no solo para la Iglesia, sino también para el mundo entero. Todo sacerdote es un signo del amor de Dios, un signo de que Él todavía está actuando en el mundo, de que sigue llevando a cabo su plan de redención.
Nuestro Señor envía hoy a estos hombres para que sean mensajeros de su amor misericordioso, administradores de sus santos misterios y maestros de la verdad acerca de Dios y de la santidad y dignidad de la persona humana.
Queridos Filiberto, Daniel, Michael, Jonathan, Justin, Thomas, Manuel y Louie: Jesús les está diciendo personalmente a cada uno de ustedes hoy: “No son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los ha elegido y los ha destinado para que vayan y den fruto y su fruto permanezca”.
Y la ordenación de ustedes hoy, es histórica.
Hermanos míos, ustedes son los primeros sacerdotes de la generación de la pandemia. Y desempeñarán un papel importante en la sanación y reconstrucción que la Iglesia está realizando en nuestra sociedad como consecuencia de esta enfermedad mortal que ha arrasado con muchas de nuestras certezas y seguridades.
En estos momentos, la Iglesia está llamada a salir a los lugares en los que la gente está padeciendo y sufriendo, a los lugares que el Papa Francisco llama las “periferias existenciales”.
Las palabras del profeta Isaías hablan de la misión particular que ustedes tienen como sacerdotes: “Me ha enviado para anunciar la buena nueva a los pobres, a curar a los de corazón quebrantado… a consolar a los afligidos”.
Hermanos, de una manera especial, ustedes deben traer esperanza y ayudar a restaurar la confianza de las personas en el amor de Dios y en su misericordia. Y la manera de hacerlo es por la forma en la que amamos.
Jesús nos dice en el Evangelio de hoy: “Éste es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros como yo los he amado. Nadie tiene amor más grande a sus amigos que el que da la vida por ellos”.
Un sacerdote debe siempre ser transparente. La gente debería poder “ver a través de ustedes” y, a través de ustedes, ver el amor de Cristo.
Hermanos, antes que nada, ustedes deben “ser Jesús” para su pueblo. No solo cuando proclaman su Palabra, o cuando celebran los sagrados misterios en el altar, sino en todas las cosas. Hablen sobre el amor de Él, compartan su sabiduría y sus conocimientos. Narren las historias de su vida. Traten de ser un ejemplo vivo de su tierna misericordia.
Hermanos, permítanme ofrecerles tan solo dos breves palabras de consejo ahora que nos preparamos a conferirles este santo sacramento.
En primer lugar, busquen siempre el corazón de Cristo. El corazón de nuestro Señor es manso y humilde. Pídanle también que haga sus corazones humildes y amables. La humildad es la fuerza secreta del ministerio sacerdotal.
Sí, es cierto, el sacerdote tiene un deber excepcional y noble dentro de la familia de Dios. Como escuchamos en la segunda lectura de hoy, el sacerdote es reservado para ser nuestro “representante ante Dios”. Pero eso no quiere decir que el sacerdote sea superior a aquellos a quienes sirve. Todo sacerdote es un pecador llamado a la santidad, como cualquier otro creyente bautizado.
Entonces, que su corazón esté abierto para el corazón de Jesús, para ese corazón que fue traspasado en la Cruz por amor a toda la humanidad. Amen con el corazón de Jesús y lleven a cabo su ministerio cotidiano mediante sencillos actos de misericordia, de compasión y de perdón.
Un consejo más: ¡amen la Santa Misa, hermanos míos! Hagan de la celebración de la Eucaristía el centro de cada día. ¡Vivan para la Misa y vivan de la Misa!
En el altar, ustedes son verdaderamente Cristo, actúan in persona Christi. ¡Nunca lo den por hecho! ¡Hagan siempre las cosas santas de una manera santa, sabiendo que en sus manos tienen el pan de la vida eterna!
Hermanos, nuestro Señor los llama hoy a tener amistad con Él: “Los he llamado amigos”, dice Él. Qué regalo tan hermoso y tan excepcional. Denle todo lo que tienen, todo lo que son. Todos sus pensamientos y acciones, todos sus sacrificios y sus sufrimientos. Denle su voz, sus manos, su corazón.
Hermanos y hermanas, oremos por nuestros recién ordenados y por todos nuestros sacerdotes, en este momento difícil que estamos atravesando. Oremos también por las vocaciones al sacerdocio, para que muchos hombres más escuchen el llamado de nuestro Señor a seguirlo y a ser sus amigos.
Hermanos, en mi oración personal, pido que ustedes siempre estén cerca de nuestra Santísima Madre María. Recurran a ella como niños, ámenla como a su madre. Le pido a ella ahora su intercesión por el sacerdocio de ustedes. Que a través de María ustedes se acerquen más a su Hijo, y se asemejen cada vez más a Él.